¿Hay una nueva sonrisa desde que llevamos a mano una cámara en nuestros teléfonos móviles? En cierto sentido el selfie la ha transformado: nunca reíamos tanto, ni tan seguido, ni tan sin motivo aparente. ¿Sonreímos para nosotros mismos, para nuestra cámara, o para nuestros imaginarios seguidores en las redes sociales? Salvo contadas excepciones, los selfies muestran rostros sonrientes, lo que contrasta con esa sonrisa ausente en las artes durante tantos siglos, que ya mencionaba en mi anterior post.
Es impensable que notables maestros de la pintura no supieran dibujar sonrisas. ¿Qué sucedió entonces? En la antigüedad clásica se reconocía especial valor a la risa; para Aristóteles la risa es exclusiva del animal racional, o sea, del ser humano —aunque hoy se ha constatado en otras especies, como los primates, pero con significado distinto, ajena al sentido del humor— y Galeno, uno de lo padres de la medicina, la utilizaba de modo terapéutico.
Pero en los albores de nuestra era esa expresión esencialmente humana chocó con la concepción de algunos de los primeros padres de la Iglesia, como San Basilio, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, quienes en el siglo IV propugnaron por desterrarla, junto con toda manifestación ostentosa, de una vida cristiana centrada en el temor de Dios, presuponiendo que quien ríe no teme. A través del tiempo esa impronta religiosa fue impregnando a su vez el comportamiento en la esfera de lo social y personal, llegándose a juzgar la risa como un gesto indecente, escandaloso, provocativo, opuesto a la virtud, un gesto característico del vulgo. De allí que nadie que presumiera de nobleza y virtud se dejara retratar como posando para una promoción de blanqueamiento de dientes de una cadena dental.
El período de la Ilustración, los avances científicos y la confianza en el progreso fueron devolviendo al hombre su puesto central en el aquí y el ahora, al tiempo que el cristianismo reorientó su doctrina hacia el amor a Dios como primer y principal mandamiento. Un cambio de conducta se impuso revalorizando el bienestar frente al sufrimiento. En esa atmósfera la sonrisa, que permanecía oculta, relegada quizá a exiguas situaciones de la vida privada, se fue haciendo pública por doquier, acompañando naturalmente los sentimientos de alegría por la vida y desempeñando también un papel socializador: quien sonríe desea exteriorizar su estado de gracia.
Por eso hoy resulta difícil ver fotos y retratos con rostros severos y labios fruncidos como los del cuadro Retrato de Familia de Thomasz.
Sin embargo, se está llegando a un abuso extremo del recurso de la sonrisa. El afán publicitario amenaza con vaciarla, convirtiéndola en simple máscara, en un emoticón.